23.4.13

El ritual del Heredero por Zahid (Partida Crónicas de Hyboria 2013)



Podía oír el repiqueteo rítmico de todos los abalorios y adornos de la voluminosa bolsa de Halim amoldarse a la apresurada cadencia de sus zancadas. Un llanto entrecortado comenzó a oírse en el interior del recipiente y con una maldición entre dientes intentó sujetarlo con más firmeza en su carrera. Había tratado en su vida con los más delicados objetos que una mano humana jamás llegase a rozar, trazado líneas en el aire formando intrincados diseños arcanos de los que escribas y artesanos tejedores se hubiesen sentido envidiosos, había robado tesoros de debajo de las frías escamas de serpientes colosales. Pero maldita sea, era la primera vez que tenía un bebé entre sus manos, y no tenía ni la más mínima idea de cómo se suponía que debía llevarlo, así que optó por lo más sensato y decidió que no pasaría nada por dejarlo unos minutos más ahí dentro.

Izquierda, derecha, otra vez izquierda… Su mente registraba con proverbial velocidad la ruta que tomaba, completamente desconocida para él, mientras intentaba encontrar un lugar seguro en aquella pequeña ciudad. Un siervo de Bel sabía que no existía tal lugar probablemente en ninguna parte del mundo, pero no necesitaba demasiado tiempo, ni demasiada calma. Quizá otros chapuceros aprendices de sacerdote necesitasen prepararse a conciencia, pero no él. Sabía que podría hacerlo mejor que nadie, aún con las manos atadas a la espalda.

El aire comenzaba a quemarle en la garganta con cada exhalación, pues no estaba acostumbrado a tener que recurrir a una huida física. Para alguien con un don tan poderoso como el suyo, sabía que había siempre mil maneras de salir airoso de cualquier situación. Pero no si tenía que preocuparse por otras cosas aparte de sí mismo.

Aún rememoraba ese breve instante en el que el tiempo pareció congelarse, cuando entró en la jaima turana en mitad de un tumulto, para ver a su compañero sacerdote tendido en el suelo, mas no dormido ni borracho esta vez, sino afligido por algo probablemente más… permanente. Lo peor es que él portaba dos valiosísimas cargas y en aquel momento allí se encontraban dos personas que deseaban reclamarlas. Y él no estaba dispuesto a permitirlo.

Ah… si algo le enseñó Bel, es que el éxito es para los habilidosos y osados, y por ello le había otorgado sus poderes. En mitad del bullicio se arrodilló con celeridad ante el cuerpo, muerto o no, de Halim y tomó con destreza digna de una vida de servicio a Bel la bolsa y el muñeco que Nuevededos custodiaba. Justo cuando acababa de reclamar los objetos, unas manos le asieron por detrás y trataron de sacarle por la fuerza de la tienda. La ira le dominó, y sin siquiera mirar atrás, armado con soberbia doblegó la mente de aquellos que le forzaban y cayeron al suelo presas de un invasor sueño.

Se permitió una levísima sonrisa entre aliento y aliento. Bel siempre proveía.

Finalmente dobló una esquina y decidió que estaba lo suficientemente lejos de cualquier posible perseguidor. Se apoyó sobre el muro más cercano mientras recuperaba el aire que sus pulmones exigían y extraía al pequeño príncipe de entre los pliegues de la bolsa. Aún berreaba, presa del desconcierto de aquel zarandeo al que se había visto sometido. No le preocupó, al fin y al cabo sabía que eso le había salvado la vida al recién nacido.

De pronto reparó en un extraño bulto unos metros más adelante. Reconoció al bibliotecario de Khoraja, degollado y su sangre trazando caóticas carreras por el empedrado suelo. Alguien se había preocupado poco de ocultar sus rastros. Esperaba que nadie del Gremio, o el nivel de carnicero chapucero sería intolerable.

-Qué apropiado.- comentó mirando los húmedos pero curiosos ojos del bebé, algo más calmado ahora afianzado entre sus brazos.- Su sangre, por la tuya que ya no se verterá.

Realmente el mundo era un lugar justo. Y lleno de ironía.

Alejándose un poco del aún caliente cadáver, finalmente depositó con suavidad entre las telas que portaba al niño sobre el suelo. Detrás de una posada, en un callejón perdido con un hombre asesinado poco antes y ladridos de perros famélicos deambulando entre la mugre, realmente todo conformaba una estampa digna y apropiada. Principesca, aunque no de un príncipe criado entre sedas y lujos, sino de un verdadero príncipe del mundo que lo rodeaba.

Comenzaba a entrar en sintonía con la suprema voluntad de Bel, y quizá por eso aquellos extraños pensamientos, esas iluminadas pero oscuras percepciones invadían su mente.

Aquellas manos, ya no pertenecientes a un sacerdote sino que estaban entregadas y dominadas por entero por un dios, aferraron el muñeco que él mismo les hubiese entregado para cumplir su voluntad. El vínculo entre siervo y divinidad se fortaleció gracias al poderoso artefacto, ahora actuando de nexo.

Sus ojos, ahora ciegos contemplaban mucho más de lo que cualquier mortal llegase a ver jamás, mientras su mente y su voluntad siempre suyas, recitaban estas palabras destinadas al mundo y al niño.

“Bel, ¡mi Dios! Tu más leal siervo te reclama, ¡acude a este lugar, a este bebé para brindarle tu divina presencia!”- el sacerdote, ahora sin nombre, alzó sus brazos hacia el cielo, mientras el universo escuchaba.- “Contémplalo, este joven Príncipe, nacido de un padre desconocido, ¡robado de su madre al nacer y robado de quien lo robó! ¡Tomado bajo los rostros de aquellos que pretendían volver a reclamarlo! ¡Ven y bendícelo con tu infinita sabiduría! ¡Que tu estela ilumine el sendero de la vida de este niño! ¡Protégelo y otórgale una vida bajo tu manto! Así te lo ofrezco, y así es ahora tuyo.”

El viento sopló sin sonar, el polvo del callejón se removió sin que nadie pudiese verlo, y el estruendoso silencio no dejaba escuchar nada más, hasta que poco a poco fue retirándose a medida que la consciencia del sacerdote regresaba a su legítimo dueño y exhausto por lo que acababa de realizar, así se encontró de nuevo, de rodillas en el callejón. El niño ahora dormía plácidamente. Inocente. Un niño completamente normal, pero no para él, ni para cualquier persona sintonizada con los poderes extraterrenales. La marca de Bel brillaba poderosa sobre él, su presencia imbuída por algo imposible de describir, y la divina e invisible mano guiaba ahora su destino.

Satisfecho con su labor, supo que su dios también lo estaba. Todo había salido mejor de lo esperado. Recogió todo lo que yacía en el suelo y ahora, con mucho más cuidado y respeto, acunó al nuevo y joven siervo de Bel.

Algo que nada tenía de mágico le dijo que a aquel niño le esperaría una vida plena y brillante, como una estrella en la noche del desierto. El futuro había danzado esa noche, y él había tocado junto con la orquesta al son de la batuta de Bel.

Miró a los ojos del pequeño, ahora insondablemente más profundos para cualquiera que intentase ver más allá.

-Ven, vayamos a buscar a Halim, sea o no tu verdadero padre.- rió por lo bajo.- Si le conozco la mitad de bien que creo conocerle, probablemente ya le hayan echado de cualquier infierno en el que estuviese.

[…]

A lo lejos una familiar figura ataviada a franjas azules y blancas se les iba acercando con una sonrisa, devuelta por el otro sacerdote. Un súbito impulso le hizo hablar en voz baja al niño. Sabía que lo entendería y lo recordaría, pues así se lo había dicho su dios.

-Él ahora es quien te cuidará y decidirá cómo comienza tu historia. Forjarás tu vida con el hierro y el fuego que ahora posees en tu interior, y el mundo será tu yunque. Vive fuerte y orgulloso. Y si algún día deseas conocer el Poder, vendrás a buscarme.

El viento se llevó lejos sus últimas palabras.

“Pues soy Zahid al-Saraka, el que cree.”

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